SÚPLICA A LA VIRGEN DE
POMPEYA
En el nombre del Padre,
y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
I
¡Oh augusta
Reina de las Victorias, oh Virgen soberana del Paraíso!,
cuyo nombre poderoso alegra los cielos y hace temblar de terror
a los abismos. ¡Oh gloriosa Reina del Santísimo
Rosario!, nosotros, los venturosos hijos vuestros, postrados
a vuestras plantas -en este día sumamente solemne de la
fiesta de vuestros triunfos sobre la tierra de los ídolos
y de los demonios-, derramamos entre lágrimas los afectos
de nuestro corazón, y con la confianza de hijos os manifestamos
nuestras necesidades.
Desde ese trono
de clemencia donde os sentáis como Reina, volved, ¡oh
María!, vuestros ojos misericordiosos a nosotros; a nuestras
familias, a nuestra nación, a la Iglesia Católica,
al mundo todo, y apiadaos de las penas y amarguras que nos afligen.
Mirad, ¡oh Madre!, cuántos peligros para el alma
y cuerpo nos rodean; cuántas calamidades y aflicciones
nos agobian. Detened el brazo de la justicia de vuestro Hijo
ofendido, y con vuestra bondad subyugad el corazón de
los pecadores, pues ellos son nuestros hermanos e hijos vuestros,
que al dulce Jesús costaron sangre divina y a vuestro
sensibilísimo Corazón indecibles dolores. Mostraos
hoy para con todos Reina verdadera de paz y de perdón.
Dios te
salve, Reina y Madre...
II
En verdad,
en verdad, Señora, nosotros, aunque hijos vuestros, con
las culpas cometidas hemos vuelto a crucificar en nuestro pecho
a Jesús y traspasar vuestro tiernísimo Corazón.
Si, lo confesamos, somos merecedores de los más grandes
castigos; pero tened presente, oh Madre, que en la cumbre del
Calvario recibisteis las últimas gotas de aquella sangre
divina y el postrer testamento del Redentor moribundo; y que
aquel testamento de un Dios, sellado con su propia sangre, os
constituía en Madre nuestra, Madre de los pecadores. Vos,
pues, como Madre nuestra, sois nuestra Abogada y nuestra Esperanza.
Y por eso nosotros, llenos de confianza, entre gemidos, levantamos
hacia Vos nuestras manos suplicantes y clamamos a grandes voces:
¡Misericordia, oh María, misericordia!
Tened, pues,
piedad, ¡oh Madre bondadosa!, de nosotros, de nuestras
familias, de nuestros parientes; de nuestros amigos, de nuestros
difuntos, y, sobre todo, de nuestros enemigos y de tantos que
se llaman cristianos y, sin embargo, desgarran el amable Corazón
de vuestro Hijo. Piedad también, Señora, piedad,
imploramos para las naciones extraviadas, para nuestra querida
patria y para el mundo entero, a fin de que se convierta y vuelva
arrepentido a vuestro maternal regazo. ¡Misericordia para
todos, oh Madre de las misericordias!
Dios te
salve, Reina y Madre...
III
¿Qué
os cuesta, oh María, escucharnos, qué os cuesta
salvarnos? ¿Acaso vuestro Hijo divino no puso en vuestras
manos los tesoros todos de sus gracias y misericordias? Vos estáis
sentada a su lado con corona de Reina, rodeada de gloria inmortal
sobre todos los coros de los Angeles. Vuestro dominio es inmenso
en los cielos, y la tierra con todas las criaturas os está
sometida. Vuestro poder, ¡oh María!, llega hasta
los abismos, puesto que Vos, ciertamente, podéis librarnos
de las asechanzas del enemigo infernal. Vos, pues, que sois todopoderosa
por gracia, podéis salvarnos; y si Vos no queréis
socorrernos por ser hijos ingratos e indignos de vuestra protección,
decidnos, a lo menos, a quién debemos acudir para vernos
libres de tantos males. ¡Ah!, no: vuestro Corazón
de Madre no permitirá que se pierdan vuestros hijos. Ese
divino Niño, que descansa sobre vuestras rodillas, y el
místico Rosario que lleváis en la mano nos infunden
la confianza de ser escuchados, y con tal confianza nos postramos
a vuestros pies, nos arrojamos como hijos débiles en los
brazos de la más tierna de las madres, y ahora mismo,
sí, ahora mismo, esperamos recibir las gracias que pedimos.
Dios te
salve, Reina y Madre...
PIDAMOS
A MARIA SU SANTA BENDICIÓN
Otra gracia
más os pedimos, ¡oh poderosa Reina!, que no podéis
negarnos en este día de tanta solemnidad. Concedednos
a todos, además de un amor constante hacia Vos, vuestra
maternal bendición. No, no nos retiraremos de vuestras
plantas hasta que nos hayáis bendecido. Bendecid, ¡oh
María!, en este instante al Sumo Pontífice. A los
antiguos laureles e Innumerables triunfos alcanzados con vuestro
Rosario, y que os han merecido el título de Reina de las
Victorias, agregad este otro: el triunfo de la Religión
y la paz de la trabajada humanidad. Bendecid también a
nuestro Prelado, a los Sacerdotes y a todos los que celan el
honor de vuestro Santuario. Bendecid a los asociados al Rosario
Perpetuo y a todos los que practican y promueven la devoción
de vuestro Santo Rosario.
1. La difusión
de esta advocación se debe al beato Bartolo Longo (1841-1926)
quién, tras una juventud marcada por el anticlericalismo
de la época, en octubre de 1872 tuvo una experiencia religiosa
extraordinaria nada mas llegar a Pompeya. Durante un paseo solitario
por los alrededores, recordó las palabras de su confesor
"Si quieres salvarte, propaga el Rosario. Es promesa
de María". Trasportado interiormente respondió
a María: "Si es verdad que tu has prometido a
Santo Domingo que quién propaga el rosario se salva, yo
me salvaré, porque no saldré de esta tierra de
Pompeya sin haber propagado aquí tu Rosario".
La respuesta llegó con el sonido de una campana lejana
llamando al Angelus. Profundamente emocionado, Bartolo se arrodilló,
oró y lloró. En la página oficial del Santuario de
Pompeya se puede leer en español una extensa biografía de Bartolo Longo a quién
Juan Pablo II beatificó el 26 de octubre de 1980.[Volver] |