AUDIENCIA
Miércoles 21 de Julio 1999
El «cielo»
como plenitud de intimidad con Dios
1 . Cuando
haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a
Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por
lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la
plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta
de la existencia humana.
Como enseña
el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida
perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión
de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles
y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El
cielo es el fin último y la realización de las
aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo
de dicha» (n. 1024).
Hoy queremos
tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo»,
para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje
bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra»,
indica una parte del universo. A propósito de la creación,
la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo
y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido
metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios,
que en. eso se distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115,
16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf.
Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10;
144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a
entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser
encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar
de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el
cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18.
19. 50. 60; 4, 24. 55). A la representación del cielo
como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de
lugar al que también los creyentes pueden, por gracia,
subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de
Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así,
el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido,
Jesús habla de «recompensa en los cielos»
(Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo»
(Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo
Testamento profundiza la idea del cielo también en relación
con el misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio
del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los
Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos»
(Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por
mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino
en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en
cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados
con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena
escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo
en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia,
por el grande amor con que nos amó, estando muertos a
causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con
Cristo por gracia habéis sido salvados y con
él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos
en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros
la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas
experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través
del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual,
como Señor, está sentado en los cielos a la derecha
del Padre.
4. Así
pues, la participación en la completa intimidad con el
Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena,
pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo.
San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar
nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados
en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro
del Señor en los aires. Y así estaremos siempre
con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras»
(1Ts 4, 17-18).
En el marco
de la Revelación sabemos que el «cielo» o
la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos
no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico
entre las nubes, sino una relación viva y personal con
la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que
se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión
del Espíritu Santo.
Es preciso
mantener siempre cierta. sobriedad al describir estas realidades
últimas, ya que su representación resulta siempre
inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una
forma menos impropia la situación de felicidad y paz en
que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo
de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial
sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección,
Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados
consiste en la plena posesión de los frutos de la redención
realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial
a quienes han creído en él y han permanecido fieles
a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos
los que están perfectamente incorporados a él»
(n. 1026).
5. Con todo,
esta situación final se puede anticipar de alguna manera
hoy, ,tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía,
como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna.
Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor
nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría
y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que
en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el
pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir
bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que
mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las
cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra
de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento
escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie
totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los
cielos» (Col 1, 20).
* *
* * *
Dirijo un cordial
saludo a los peregrinos de lengua española, en particular
a las Religiosas Misioneras del Divino Maestro que celebran el
aniversario de su Profesión, así como al grupo
de quinceañeras y demás grupos venidos de México,
Argentina, Colombia, otros países de Latinoamérica
y España. Os invito a pedir a la Virgen, nuestra Madre
celeste, que os guíe hacia la participación plena
en la gloria de Cristo.
AUDIENCIA
Miércoles 28 de Julio 1999
El infierno
como rechazo definitivo de Dios
1. Dios es
Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia,
el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir
rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando
así para siempre a la comunión gozosa con él.
Precisamente esta trágica situación es lo que señala
la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno.
No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior,
sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta
vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta
oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la
luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten
la vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con todo, en
sentido teológico, el infierno es algo muy diferente:
es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve
contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se
sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del
Padre incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir
esta realidad, a sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico,
que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento,
la condición de los muertos no estaba aún plenamente
iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general,
se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un
lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17;
Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir
(cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a
Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento
proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos,
sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección,
ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también
en el reino de los muertos.
Sin embargo,
la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación
que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada
uno será juzgado «de acuerdo con sus obras»
(Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento
presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como
un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar
de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna
de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello
es expresado, con forma de narración, en la parábola
del rico epulón, en la que se precisa que el infierno
es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o
de mitigación del dolor (cf. Le 16, 19-31).
También
el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago
de fuego» a los que no se hallan inscritos en el Ebro de
la vida, yendo así al encuentro de una «segunda
muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan
en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina
eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria
de su poder» (2 Ts 1,9).
3. Las imágenes
con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración
y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que
un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse
quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de
vida y alegría. Así resume los datos de, la fe
sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir
en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso
de Dios, significa permanecer separados de él para siempre
por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión
definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados
es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).
Por eso, la
«condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa
de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede
querer sino la salvación de los seres que ha creado. En
realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación»
consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente
de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte,
que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios
ratifica ese estado.
4. La fe cristiana
enseña que, en el riesgo del «sí» y
del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas,
alguien ha dicho ya «o». Se trata de las criaturas
espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las
que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801).
Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una
advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en
la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según
el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí»
a Dios.
La condenación
sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer,
sin especial revelación divina, si los seres humanos,
y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella.
El pensamiento del infierno y mucho menos la utilización
impropia de las imágenes bíblicas no debe
crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación
necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que
Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos
el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá,
Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva,
llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja
eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia,
como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano:
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus
siervos y de toda tu familia santa ( ... ), líbranos de
la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».
* *
* * *
Saludo con
afecto a los peregrinos de lengua española. En especial
a los dos grupos de formadores de seminarios que participan en
cursos de actualización en Roma, así como a los
fieles venidos desde España, México, Chile, Colombia
y demás Países de América latina. Muchas
gracias por vuestra presencia y atención.
AUDIENCIA
Miércoles 4 de Agosto 1999
El purgatorio:
purificación necesaria para el encuentro con Dios
1. Como hemos
visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción
definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante
una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza
eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos
se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero
de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena
requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra
mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada
Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender
el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada
de modo explícito. Expresan la convicción de que
no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún
tipo de purificación.
Según
la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que
está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia,
también la integridad física es particularmente
exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en
el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar
(cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los
sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad
física debe corresponder una entrega total, tanto de las
personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la
alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio
(cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza
de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10,
12 s).
La exigencia
de integridad se impone evidentemente después de la muerte,
para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios.
Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación.
Un texto de san Pablo lo sugiere.
El Apóstol
habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará
el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida
sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa.
Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño.
Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien
pasa a través del fuego» (1Co 3, 14-15).
3. Para alcanzar
un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión
o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés
obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en
la que evoca la obra salvífica rea izada por Dios en el
pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres
(cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor,
delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también
por su función de interceder y expiar en favor de muchos;
al término de sus sufrimientos, él «verá
la luz» y «justificará a muchos», cargando
con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11).
El Salmo 51
puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento,
una síntesis del proceso de reintegración: el pecador
confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente
ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para
poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo
Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña
las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación
(cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta
una configuración nueva y definitiva. Él entra
una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios
en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es
Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación»
por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús,
como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará
plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con
el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio
inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del
Padre.
El ofrecimiento
de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros
ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo
de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante
nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica
a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos
llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles
en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida
de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos»
(1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos
de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co
7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una
pureza absoluta.
Hay que eliminar
todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección
del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente
esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre
el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una
condición de vida. Quienes después de la muerte
viven en un estado de purificación ya están en
el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección
(cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis:
Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de
Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio:
ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar
que el estado de purificación no es una prolongación
de la situación terrena, como si después de la
muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio
destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito
es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano
11, que enseña: «Como no sabemos ni el día
ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor,
estar continuamente en vela. Así, terminada
única
carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos
entrar con él en la boda y ser contados entre los santos
y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al
fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá
llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)»
(Lumen gentium, 48).
6. Hay que
proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que
la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve:
la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran
en la condición de purificación están unidos
tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida
eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la
casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
n. 1032).
Así
como en la vida terrena los creyentes están unidos entre
sí en el único Cuerpo místico, así
también después de la muerte los que viven en estado
de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial
que actúa en la oración, en los sufragios y en
la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación
se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes
viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza
eterna.
* *
* * *
Saludo con
afecto a los peregrinos de lengua española venidos de
España, Colombia y otros países latinoamericanos.
Os deseo una feliz estancia en Roma, aprovechando vuestra peregrinación
a la tumba de Pedro para robustecer vuestra fe y proclamarla
con gozo en vuestras comunidades. Llevad también con vosotros
a vuestras familia y seres queridos el saludo y el afecto del
Papa. Muchas gracias.
AUDIENCIA
Miércoles 11 de Agosto 1999
Queridos hermanos
y hermanas:
Después
de haber meditado sobre la vida eterna, reflexionamos ahora sobre
el camino que conduce a ella. Toda la vida cristiana es como
una gran peregrinación hacia la casa del Padre, peregrinación
que afecta a lo íntimo de la persona y se prolonga después
a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera (cf.
TMA 49).
El Antiguo
Testamento prepara el anuncio de esta verdad mediante el Éxodo:
el camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida. El Nuevo
Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran expectativa señalando
en Cristo al Salvador del mundo. Así pues, según
el designio divino, el presente es el tiempo del «ya, pero
todavía no»: tiempo de la salvación ya realizada
y del camino hacia su perfecta actuación. La vida cristiana
exige, por tanto, tener la mirada puesta en la meta, las realidades
últimas, pero al mismo tiempo comprometerse en las realidades
temporales. Entre ellas no hay oposición, sino mutua relación.
* *
* * *
Saludo cordialmente
a los participantes en las «Jornadas de Convivencia y Cultura»,
organizadas este año en Roma por la Institución
Teresiana. Os animo a seguir profundizando en vuestra misión
eclesial en medio del mundo, fieles al carisma del beato Padre
Poveda. Saludo también a los peregrinos venidos de España,
México, Argentina y demás Países latinoamericanos.
Al encomendaros bajo la protección de la Virgen María,
cuya fiesta de la Asunción celebraremos próximamente,
os bendigo a todos de corazón. |