Cristo de San
Juan de la Cruz
de Salvador Dalí
VIERNES SANTO
Tu madero
me llegaba, Señor, desdibujado.
Eludía contornos.
Cualquier forma concreta me arañaba el espíritu.
Pero, a pesar de ello,
tu madero, Señor, se perfilaba
en el cordial ambiente de la tarde.
Aquel niño que al viento
lanzaba su molino
de papel y colores
lo acercaba a mis ojos. Los hería de pronto.
Aquellos seres mínimos y tuyos,
que estrenaban vestidos
para festejarte,
me traían tu voz.
Aligeraba el paso (oh Señor, caminar en distancia
sin sonidos hirientes
por lo azul de mis venas),
pero tu voz seguía persiguiéndome
por el asfalto sin circulación.
Tus palabras,
tus últimas palabras del Calvario,
eran el aire que me circundaba.
No respiraba apenas.
Me dolía tragarlas. Unirlas a mi sangre miserable.
Acaso,
una sola vibró
en el aliento turbio. Suspendida.
Cuando tuviste sed
dijiste: ELVIRA.
STABAT MATER
Pensaba en ti, Madre
de Dios.
Mi corazón
rumiaba
la pulpa de tu Dolor.
Sábado Santo. Tarde gris. La calle.
Mí aliento
deseaba nacerte. Acompañarte.
Veía tus dos brazos rodeando
un desmayado cuerpo.
Pero erguido tu pecho.
Erguido siempre, sin que de tus labios
-amoratados, húmedos, resecos-
brotara
el más leve sonido de protesta.
Tú lo aceptabas todo. Hasta a nosotros.
Y, al abrazar a Dios, sobre la roca viva del Calvario,
me abrazabas a mí. A todas las criaturas
que en el momento aquél
arrastraban sus pies. Sobre el asfalto.
TU REINO
Y Tú dijiste, Dios, allá lejano:
«Si tu mano te estorba para entrar en mi Reino...»
Nos estorba, Señor. Pero el frío puñal
nos estremece.
No tenemos valor para amputarla. En la sangre llevamos
una fuerza brutal y gritadora. Algo que se resiste.
Donde a veces
tu sonido se pierde ¡tan sin eco!
No es posible, Señor.
Si por cobardes
conservamos intactos nuestros miembros -por cobardía humana
solamente-,
de tu Reino
se nos cierre la puerta. Nos arrojen.
Entrarán muchos cojos, mancos, tuertos...
Serán las almas grandes que elegiste.
Pero también nosotros, los pequeños,
los miedosos y débiles -los tuyos en deseo totalmente-
entraremos al fin, aunque llevemos
nuestros miembros apenas lesionados.
EL JUSTO
Me hablaba un hombre justo.
Se dolía
de aquel que no perdona.
De aquel que no disculpa
a sus hermanos
hombres.
Y su voz era grave
cuando me decía:
«Debemos perdonar hasta tres veces,
luego,
la Justicia
será implacable con el delincuente.»
Y yo me estremecí.
Se abrió una sima dentro de mi alma.
Se hizo la noche sobre mis latidos.
La sangre se negaba
a voltear mi aliento
dentro de las venas.
Temblaba.
Temblaba sin apoyo
mi diminuto corazón
culpable.
¿Tres veces nada más?
La voz de Dios nació.
Creció. Vibró
sobre el momento
que me desgarraba.
Sus palabras
las recreó en mi oído.
Para mí solamente. Porque yo ahora temblaba.
«Acuérdate que a Pedro le respondí en Judea:
perdonarás al hombre setenta veces siete.»
1. Nacida
en El Ferrol, La Coruña (España), fue la primera
mujer que obtuvo el Premio Adonais de Poesía en 1956,
con su obra "Voz humana". Encuadrada en la generación
poética del 27 junto con Vicente Alexandre, Dámaso
Alonso y Gerardo Diego, fue representante de la poesía
social de posguerra. Los poemas de esta página pertenecen
a su libro "Sonido de Dios" publicado por Ediciones Rialp
(Madrid, 1962) a quién agradezco su generoso permiso para
reproducirlos en esta página. [Volver]
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