DÍA SÉPTIMO
El
santo templo del Pilar de Zaragoza y el templo vivo de nuestra
alma
Comenzar con las oración
preparatoria para todos los días.
¡Qué ideas tan
sublimes me hacen concebir la grandeza, la hermosura, el primor
y ornato de tan santo Templo, magnífico Tabernáculo
de la Madre de Dios! ¡La santidad de este sitio y de su
peculiar elección; los himnos y cánticos de alabanza
que se le tributan; la concurrencia y devoción de los
fieles! Aquí se invoca su santo nombre: aquí resuenan
sus altos privilegios: aquí se ostenta su bondad y su
clemencia. ¿Qué diré del aparato, la magnificencia
y solemnidad con que se celebran los augustos misterios de nuestra
Religión? ¡Oh templo angélico! Tú
arrebatas mi pensamiento, y me representas otro templo más
suntuoso, el templo vivo de mi alma, su grandeza, su excelencia,
su inmortalidad, y la santidad con que debo conservarla. Sí.
Yo soy el templo que Dios eligió para su habitación.
Así lo dice el Apóstol. El supremo Artífice
levantó ese templo vivo para su morada, y lo consagró
para sí Jesucristo por el Bautismo. Pero ¡oh gran
Dios! ¡Cuánto más augusto, más noble
y perfecto que este material tabernáculo que miramos!
Las expensas y precio de su fábrica, fueron los de su
propia sangre. El ara es mi corazón en que Vos queréis
ser honrado. El fuego que ha de consumir las víctimas
de mis afectos desarreglados es la caridad, y la misma la que
ha de exhalar hasta el Cíelo el incienso y los perfumes
de fervorosos suspiros. La lámpara que ilumina es la fe,
que brilla entre una sagrada obscuridad, que le hace más
venerable. Las columnas que le sostienen, la esperanza; sus joyas,
los dones infusos del divino Espíritu; y todos sus ornamentos
y vestiduras, la rica estola de la gracia santificante. El Sacerdote
elegido por Dios para los sacrificios, y para alimentar de continuo
el fuego sagrado del Altar es cada uno de los fieles. ¡Qué
dignidad la nuestra, cristianos! ¡Qué hermosura
la de un alma, que es templo animado de Dios, y sobre la cual
bajó el Espíritu Santo para hacer en ella perpetua
mansión!
Oración final. ¡Oh Madre del supremo Criador!
Vuestro Dios e Hijo al contemplar la hermosura de una alma que
él posee para la Gracia, se manifiesta enamorado y como
asombrado de su belleza. Pero ¡ah! ¿dónde
está la primera excelencia y dignidad de un alma? ¿Dónde
el primor de este Templo vivo consagrado a Dios en el Bautismo?
¿Qué se ha hecho del brillo del oro de las virtudes?
¡Ay de mí! El ha quedado profanado por la culpa,
el humo del pecado le dejó enteramente obscurecido. Ya
no se ve allí señal alguna de la bella imagen de
Dios y esta hija de Sión, de cuya hermosura el Señor
se complacía tanto, es ya fea y abominable a sus divinos
ojos. ¡Oh cuán digna es de lástima mi pobrecita
alma! Haced, Señora, que vuelva a su Dios, y recobre su
dignidad y hermosura con el llanto y la penitencia. Ayudadme
y socorredme, Madre amorosa, en tanta necesidad; y haced que
cuantas veces o visite en este Templo material, pida cuenta a
mi alma del adelantamiento espiritual que debo hacer en el camino
de la virtud y perfección cristiana. Renovad mi espíritu,
purificad mis afectos, santificad el templo interior de mi alma,
y así mereceré cantar vuestras alabanzas en el
templo de la Gloria. Concededme la gracia que os pido en esta
Novena, si conviene al bien de mi alma. Los ángeles os
alaben. Amén.
Terminar con los oraciones
finales para todos los días.
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DÍA OCTAVO
Devoción,
celo y cultos fervorosos de nuestros mayores a la Madre de Dios
del Pilar, en su santo templo
Comenzar con las oración
preparatoria para todos los días.
¡Oh Reina de los Cielos!
Apenas brillasteis como estrella mística sobre Zaragoza,
esparcisteis vuestros resplandores sobre toda la nación
española; y cuando Vos, aurora divina, iluminasteis este
mismo sitio, se anunció el Evangelio, se levantó
el estandarte de la Cruz, y el culto supersticioso fe despreciado:
así se transformó en un lugar de Religión
y de piedad el que antes lo había sido de abominación.
Nuestros mayores, sumamente agradecidos, excitaron su celo ardiente,
su piedad extremada, y los cultos más fervorosos hacia
Vos, como a su celestial Protectora. Su ardiente celo no se limitó
a frecuentar a todas horas el templo Angélico, sino que
extendieron sus solícitos esmeros en contribuir a la magnificencia,
primor y ornato de esta casa de ángeles, hasta hacerla
una de las maravillas del mundo, y digna habitación de
la Madre de Dios, que la había honrado con su presencia.
Y no sólo en los felices días de la tranquilidad
y de la paz, sino también en las más sangrientas
persecuciones y en las más urgentes angustias, conservaron
siempre puro y jamás profanado, este sagrado asilo de
su refugio, no dudando sacrificar lo más precioso en su
conservación y su defensa. ¡Oh devoción,
celo y cultos fervorosos de nuestros mayores! Otras naciones
han estado, si no enemigas, al menos entibiadas en la veneración
y obsequio de la Santísima Virgen, pero la católica
España se ha visto cada vez más solícita
y Zaragoza más fina en el honor de Su amada Protectora.
Nunca, jamás, se ha podido entibiar en los zaragozanos
este celo por el objeto de su devoción, cada vez más
constantes han dado bien claros testimonios de que nadie podía
separarlos de la Columna Angélica en que fueron exaltados.
Oración final. ¡Oh Madre poderosa! ¡Cómo
os habéis manifestado defensora del honor de este delicioso
tálamo que os preparó el Salomón divino!
Vos hicisteis, que a toda costa se conservase respetada esta
Arca del testamento entre tantos Filisteos enemigos. Haced que
agradezcamos este celo, esta bondad, estos triunfos del poder
ejercido desde ese Pilar santo, y repitamos a Vos, nuestra amada
Protectora, aquellas consoladoras palabras: Tú eres la
gloria de esta Jerusalén, la alegría de este Israel,
la honra inestimable de este pueblo tuyo, y así os empeñaremos
a que Vos pronunciéis a nuestro favor aquellos dulces
acentos; vosotros sois mis amados, mi gozo y corona. Esta será
nuestra completa felicidad en esta tierra de miserias, y nos
inspirará la segura confianza de entonar eternamente vuestros
cánticos en el reino de la Gloria. Sea así, Madre
piadosa, y concededme la gracia que os pido, si me
conviene. Coros celestiales, ensalzad a María como Reina
suprema de los Cielos. Amén.
Terminar con los oraciones
finales para todos los días.
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DÍA NOVENO
Gratitud
de los españoles a su excelsa protectora por los infinitos
beneficios que desde su venida ha dispensado a nuestra España
Comenzar con las oración
preparatoria para todos los días.
¡Soberana Reina de los
ángeles! no ceso de admirar los singulares beneficios
que en todo tiempo habéis dispensado a esta gloriosa Jerusalén,
y mi alma se enajena de gozo al considerar que Vos habéis
sido siempre el objeto más tierno de la gratitud española.
¡Oh gran Señora! Los españoles han estado
siempre reconocidos a vuestros beneficios, y ha multiplicado
obsequios los más fervorosos, en que os habéis
complacido. La venerable antigüedad nos asegura, que en
Zaragoza jamás han faltado verdaderos adoradores que,
postrados ante la celestial Columna, os han ofrecido sus homenajes.
La concurrencia al templo Angélico, las continuas adoraciones,
las cesiones magnificas, las ricas joyas, los votos y ofrendas,
todo confirma la gratitud más fina. ¡Qué
solemnes festividades! ¡Cuántas oraciones en vuestro
obsequio! ¡Con qué júbilo entonaban nuestros
mayores vuestras alabanzas! ¡Con qué devoción
oraban privadamente por todos los ángulos de vuestro magnífico
Propiciatorio! ¡Cómo derramaban lágrimas
de ternura en el afecto de su devoción! ¿Qué
no hicieron en vuestro obsequio aquellos buenos hijos, los Fernandos,
los Felipes, los Alfonsos, los Carlos, y cuánto se han
empeñado todos los españoles en alabaros y ensalzaros
como excelsa Protectora de nuestra España? ¡Pero
ah!, ¿cómo se ha apagado entre nosotros aquel fuego
que se comunicó a nuestros Monarcas y a tantos que veneraron
agradecidos a la Reina del Cielo, en la cámara angelical
de Zaragoza? ¡Prelados santos, héroes justos de
la antigüedad, que llorabais en este sitio en el exceso
de vuestra ternura! ¿Por qué no dejasteis a vuestros
hijos, como otro Elías a su discípulo, el espíritu
de vuestra devoción?
Oración final. ¡Oh excelsa Protectora! ¿Es
esta la ciudad que produjo una serie innumerable de mártires?
¿Es esta la patria de los Valeros, de los Vicentes, de
los Braulios? Dónde está el esplendor que le adquirieron
los Torcuatos, Segundos, Indalecios y de más discípulos
de nuestro Apóstol Santiago? Vos les comunicasteis el
espíritu de su fervor, Vos les dispensasteis dones y gracias
celestiales, Vos les colmasteis de prosperidades y bendiciones.
¡Oh Madre compasiva! ¿No habréis reservado
siquiera una sola bendición para nosotros? ¿Acaso
nos habréis olvidado? ¿Pero cómo puede una
madre olvidar a sus hijos? Ya sé que Vos os desdeñaréis
de recibir unos corazones esclavos de la vanidad, tributarios
del vicio, y las alabanzas proferidas por unas lenguas que a
cada paso blasfeman vuestro santo nombre. Pera volved los ojos
sobre vuestro reino, mirad a vuestra amada ciudad. Mostrad que
sois nuestra Madre. Aquí tenéis vuestros hijos
postrados ante Vos, derramando lágrimas de contrición,
y asidos con lazo el más fuerte de amor a vuestra sagrada
Columna; no os dejaremos, ni nos separaremos de vuestra presencia,
hasta que nos deis vuestra bendición. ¡Oh Madre
de Dios del Pilar! Esta esperanza nos anima, esta protección
nos alienta. Yo, Señora, el más indigno siervo,
me consagro todo a Vos desde esta hora, para que dispongáis
de mí a vuestro arbitrio. Admitid este cordial obsequio,
y contadme en el dichoso número de vuestros esclavos,
sellando mi frente con la preciosa marca de vuestro dulcísimo
nombre, para que el cielo y la tierra vean que lo soy. Confieso,
mi adorada Reina, que me hace indigna de esta gracia, el notable
descuido que he tenido en obsequiaros, y en imitar vuestras virtudes.
Pero sois Madre tierna y compasiva, y sabéis perdonar
semejantes agravios. ¡Oh Reina celestial!
He concluido la súplica
que os he hecho en este devoto Novenario. Espero con confianza,
que me habréis concedido cuanto he pedido, siendo todo
a mayor honra y gloria de Dios, obsequio vuestro, y bien de mi
alma. Conformo mi voluntad con la vuestra, y no quiero, sino
lo que Vos queráis. ¡ Oh Madre amada! Me despido
de Vos con lágrimas de ternura, alcanzadme el perdón
de mis culpas, dadme vuestra bendición, cubridme con vuestro
manto. No despreciéis mis súplicas, pues ya os
entono himnos de gloria en testimonio de mi gratitud. Acordaos
del Jefe supremo y pastor universal de la Iglesia, y de nuestro
Prelado diocesano. Bendecid a los reyes católicos y príncipes
de nuestro reino. Derramad vuestros dones sobre nuestra España
eminentemente católica. Mirad desde el Cielo, visitad
y haced florecer esta viña, que plantó vuestra
diestra sagrada. Mostraos Madre de los españoles, guardad
vuestros hijos en este valle de lágrimas, y conducidlos
al reino eterno de la Gloria. Criaturas todas de la tierra, saludad
a María, como gran Señora del Universo. Amén.
Terminar con los oraciones
finales para todos los días. |